lunes, 18 de abril de 2016

Examen de una muerte declarada II


Nacido en Tomebamba, durante la conquista del septentrión, ciudad de los cañaris, que ocupaba el segundo lugar en importancia después del Cusco —sus edificaciones competían con los de la capital del Imperio—. Estuvo en su afamada ciudad natal hasta la edad de seis años. Obligado por la edad y la circunstancia lo llevaron al “Ombligo del Mundo” junto a su padre el Sapa Inca Tupac Yupanqui. Allí, los mejores amautas y sacerdotes, hicieron de él un disciplinado e inteligente muchacho. En esa inclinación, el Inca, en medio de duras y constantes faenas guerreras, lo curtió.
¡Pero cuántas intimidades eróticas y asfixiantes concubinas del Sapa Inca inculcaron al primogénito! Conviene recordar que las mujeres tenían bastante poder y que las relaciones familiares no eran matriarcales, sino matrilineales. Es por eso que una maniaca madre se ocupaba de sus hijos; era ella la principal encargada de prepararle el matrimonio. Inevitablemente sabía que, de una de estas uniones, muy bien planificada, su hijo podía tener un control efectivo del Tahuantinsuyo o de los cuatro Estados Unidos o cuatro Suyos Unidos del Incanato.
Cuentan algunos desaforados cronistas que las cuestiones eróticas eran muy importante en la nobleza del Imperio; había un ritual en que los jóvenes de ambos sexos, luego de tomar chicha fermentada y bailar al son de la quena, la tinya y la zampoña, terminaban totalmente desnudos en cualquier iluminada y amplia cancha; para luego continuar en una tremenda orgía de padre y señor mío. Gusto florido que ellos creían era disfrutado por la Pachamama.
Acá hay un relato. Esto empezó poco antes del matrimonio del príncipe Inca.
Se ve al sol en toda su altura y hay una fuente hecha de piedras bien talladas de donde brotan chorros de agua que fluyen suavemente. Un grupo mixto de jóvenes, moviendo las manos, señalan los jardines colindantes. Parecen preparados y resueltos para una competencia. La corriente de aire produce un bienestar en sus cabellos sueltos. Y hay sentimientos que proliferan en las mujeres que se ubican muy cerca del Sapa Inca, que sonríe astutamente.
Desde su lugar, la Coya que está sentada, se pone en pie y se acerca a su hijo, que está alejado del grupo.
—Hoy tienes que participar en la danza ritual de fecundidad en honor de Chaupiñanca —le dice.
Éste sonríe para sí.
—Bueno. ¿Me ofrecerán los dos puñados de coca, madre?
—Los dos puñados de coca y un buen kero de maca… porque me ha dicho tu padre que sólo quieres tener sexo con cinco de ellas… Hijo, no me vayas a fallar… Debes saber que cuando crezca tu pájaro negro chiwillu todas las mujeres vendrán… Y cuando digo todas, son todas… Ya tu padre te habrá dicho que no se salva ni tu abuela ni las embarazadas.
—¡No, madre, no se preocupe…! Hoy entraré en trance y llevaré al wachoq a diez de las que usted escoja; y con mi raka las copularé hasta las últimas consecuencias… Ya el Sapa Inca me ha instruido… Me dijo que en sus orgias con tía Pillcu y diez concubinas se entregaba con mucha pasión; las ponía en las poses convenientes y les daba por todos lados… Y que al final no dejaba agujero sin estrenar… aunque terminaba con el chiwillu muy escaldado… Pero lo solucionaba con un pedazo de nieve que el chasqui le traía; con eso calmaba el ardor…
—Naturalmente que sí; pero… no te cuides… Si una de ellas te dice que concluyas en sus senos, no le hagas caso… Siempre salen con una sobadita en las tetas y en la cara; eso déjalo para el final porque si no te harán terminar pronto… Tú tienes que ser el último en concluir con la faena… Recuerda que eres el primogénito del Sapa Inca… El futuro Viracocha.
—Claro que sí… ¡Gracias por sus consejos! Pero ahora voy a juntarme con el grupo. 
Cincuenta, sesenta repeticiones como éstas se encargaban de ejercitar fisicoquímica y mentalmente al futuro Sapa Inca.     
Todas estas enseñanzas no faltaron; por ello, el Auqui barrió —literalmente— con toda la familia, para envidia de Vargas Llosa, Charles Darwin y Edgar Allan Poe.
¿No me creen? Entonces avancemos hasta su primer matrimonio.
Hoy se nos casa el futuro Sapa Inca con la mayor de sus hermanas y es axiomático. No sabemos si hay romanticismo, inocencia o ganas de aventura. Lo que sí sabemos es que los nobles y los curacas han llegado de todo el confín del imperio. Todo está preparado para el éxito, y es divertidísimo y contagioso… Se casa el Auqui Huayna Cápac. Ha salido del templo del sol y se dirige a la casa de la novia con varios regalos. Padres, hermanos y hermanas lo acompañan, es una panaca grandísima. También va acompañado de los señores del Chinchaysuyo. La novia luce los emblemas de su panaca, que están representados en su vestimenta: el acsu, la lliclla, un tupu, un chumpi, y en la cabeza, una hermosa sukkupa; también cuelga de uno de sus hombros la chchuspa; y calza unas amigables y frescas usutas. Luego del intercambio de regalos, ella se muestra triunfal; al fin y al cabo, sabe que nada es al azar, que es inevitable la conservación de la pureza de la sangre, y por ende su poderío.
—¡Afortunados muchachos! —dice el Sapa Inca.
El Auqui sonríe para sí, algo asustado.
—¡Es tan guapo! —dijo su madre. 
Los representantes de los tres estados restantes acompañan a la futura esposa, Mama Pillcu. Lo que significa que la Coya tiene un estándar más alto que el futuro marido. Esta unión le asegura al Auqui la participación de los cuatro suyos y por tanto el control total y efectivo del Imperio.
Ahora el príncipe acompaña a la futura Coya. Van agarraditos de la mano. Y hay una demanda.
—Me gustaría tener muchos hijos, me gustaría vestidos nuevos, me gustaría…
—¡Ah!, ¿Sí? Hijos, los que vengan… Por lo otro, no me pidas una promesa cuando no la puedo dar. Eso lo coordina con la Coya…
—Cuando me tenía desnuda y abrazadita en la cama, me ofreció muchas cosas…
—Creo que sí. Es porque eres un waylluy, un ser divino en esas circunstancias… Pero ahora estoy tan nervioso como una vicuña. ¿Quieres verme trastabillar?
—No, señor.
—Pregúnteme todas las cosas que quiera en la luna de miel.
—¿Qué diría usted si, hoy precisamente he enviado la fabricación de vestidos en el norte? No puedo lucir menos que la tal Rumi Taya.
—¡Ah, ya sabía yo que se iba a meter con mis concubinas!
—Ya lo creo… ¡Ellas nunca le harán sentir como yo!
—Tiene razón, es verdad…, no lo puedo negar. En especial cuando usted se convierte en jaguar y me hace el estilo pachamanca. Cojo pierna, pechuga, y rabadilla…
—¡Qué me dice! Me hace sonrojar…
—No me haga reír… Si eres es un huaco tatuados de muchas poses.
—Ya decía yo que le han ido con el cuento…
—Descuide, que ésas son las que más me gustan.
—¡Es todo un semental, mi hermanito!
Así que, se casaron.
Ya en el patio amplio hablaban con voz distinta. El frio y la altura se aliaban para un abrazo. Luego de un beso continuaron su camino.  
—Me gustaría ir contigo y diez concubinas más de luna de miel…
La futura Coya se volvió sobresaltada y se encogió de hombros y le dirigió una significativa sonrisa de aprobación.
Entonces se fueron de luna de miel y pasó lo que tuvo que pasar. Ella nunca llevó un diario —no sabía escribir sobre los huacos ni manejar los quipus, lamentan los expertos y fisgones—; por ello es difícil abarcar todo lo que sucedió en ese lapso de tiempo. Lo que sí se sabe es que por más que le aplicó las 100 posiciones del kamasutra, no obtuvo descendencia.
Trascurría el año de 1470 cuando el Sapa Inca, viendo dilatada la conquista del norte y queriendo hacer una permuta, lo mandó llamar para que se ejercitase en la milicia. Tenía 19 añitos. Se preparó y al año siguiente le dijo chau a su mujer y se fue con sus generales y 12.000 soldados a la conquista del reino de Quito y de las provincias de Quillacenca, Pastu, Otavallu y Caranque.
—Pero ¿qué pasa, hijo? ¿No te da vergüenza? Aún sin novedad en el frente. Necesitamos un nuevo príncipe… Cuéntame, cuéntame, hijo... ¿Qué pasó, qué piso? Porque esas cosas se hacen aquí en el Kay Pacha y no en el Uku Pacha. Dime ¿ya has tomado chicha de maca?
—¡Figuraciones suyas, padre! ¡Ojalá viera usted lo que hago; quemo hasta el último cartucho! ¿Maca? Sí, viejo. Además, el chamán me ha dado de comer cochayuyo; y de tomar, chucapaca; y sí funcionan, que hasta me han levantado la moral…  El problema no soy yo, padre, porque me apalanco en su cama y lo hacemos en distintas posiciones, todos los días, en especial cuando la noche presenta luna llena… Ella me dice que le haga lo que quiera… “¡Amorcito, amorcito, este cuerpito es todo suyo!… Soy tu hermana, pero también tu puta… ¡Conmigo, sólo conmigo!”. Así me dice… Y yo la estrujo hasta más no poder… Figúrese que me miente; grita que me ama cuando estamos haciendo el amor y ella está a punto de llegar a su estornudo de placer. También sucede que mientras yo lanzo mi último aullido, ella ya logró cuatro convulsiones; entonces se yergue soberbia y pide más… pero a los días, naca la pirinaca… No pega. Y repite que lo volvamos a intentar… Viejo, creo que tengo que probar con mi otra hermanita, la Rabita…
—¡Con mil supayas! No pierdes tiempo… Pero creo que tienes razón. Ya me has excitado hasta los tímpanos… Termina la conquista del norte… y ya veremos; yo tengo que volver al Cusco; le llevo unas ganas a tu vieja… Aunque aquí las concubinas no se han portado nada mal… Se mueven como jaguares, en especial las dos gemelitas: Corihuaita y Cusicoyllur del reino de los Sachapuyos; son de incomparable belleza. Corihuaita se hizo la difícil, hasta me dijo que tenía pretendiente, un tal Huamán. Y tuvo la desfachatez de retarme, de retar al Sapa Inca. ¡Te imaginas! Me pidió un proyecto imposible y al toque se lo hice… Así que no le quedó otra que aflojar… Lo demás es puro cuento. Dicen los chismosos que el general Huamán se me iba a amotinar y resistir con cinco mil hombres en la fortaleza de Kúelap… Pero nada que ver… Ya el pobre tiene la cabeza separada del cuerpo… Y nada…
Con estas últimas palabras, el Inca partió al Cusco y dejó en manos de su hijo la conclusión de la conquista del norte.
En estas guerritas se detuvo el príncipe hasta 1475; entonces volvió al Cusco para dar cuenta a su padre de sus logros. La bienvenida fue de “rompe y raja”; hubo chicha y pachamanca para todo el mundo. Y ni corto ni perezoso se casó con su segunda hermana, Raba Ocllo, con quien tuvo, después de 7 años, a su primogénito Inti Cusi Huallpa, más conocido en el mundo de los cronistas como Huáscar.  
Hasta ahí las cosas iban bien, todo era formal y hecho legítimamente… Aunque, no habría que esforzarse mucho en dilucidar que este bandido tuvo con sus concubinas un total de 500, 300, 200 hijos. Mejor digamos que fueron el promedio: 333 en números redondos, ni un brazo más ni una cabeza menos. Pero eran hijos bastardos que el protocolo Inca no contaba como descendientes legítimos...
Sigamos.
El huevo loco de “Mozo Rico” —Huayna Cápac—, no contento con tener sexo a diestra y siniestra, y por no tener más hermanas legítimas, tomó en terceras nupcias a su prima carnal, Mama Runtu; con la que tuvo al luego enajenado Manco Inca. Pero esto no lo obligaba a quedarse quieto, porque a los pocos meses embarazó a una noble mujer de la provincia de Huaylas, una tal Añas Colque, con quien engendró al no muy “marketeado” Paullo Topac Inca, alias “Inca títere” o “traidor a su raza”; quien durante el periodo de 1534 a 1539 colaboró con Almagro, luego con Pizarro y finalmente fue partidario de Cristóbal Vaca de Castro; de quien tomó su nombre en la pila bautismal. Aunque algunos cronistas los soslayan, este angelito fue pieza principal en la conquista española.   
***
Pasaron algunos años más, llegando a 1481. Los Reyes católicos, después de una tremenda bronca familiar, llegaron al trono de Castilla. Habían efectuado muy bien su tarea, dejando de lado a la princesa Juana “la Beltraneja”, hija de su madre, pero no de su padre, porque al rey Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica —dicen los mal pensados—, le “sudaba la espalda”. No por las puras lo apodaron “El impotente”. Un tal Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, lo había terciado. En pocas palabras, la reina —Juana de Portugal— le había puesto los cuernos. Inmensos cuernos que toda la naciente nación española lo sabía.
Mientras esto sucedía en España, en el Tahuantinsuyo, el padre de Huayna Cápac, Tupac Yupanqui, se encontraba enfermo y sentía que era llamado a la otra orilla; donde los muertos no mueren en el espacio y tiempo.
—Bueno, quiero hablarles… —dijo y sonrió como una llama.
Por primera vez sentía deseos de acercarse a todos. Entonces llamó a toda su prole, que eran más de doscientos entre hombres y mujeres, y les dio un largo parlamento, con “café” incluido. Entre los principales, allí presentes, contando a Huayna Cápac, podemos nombrar a otros siete hijos varones: Auqui Amaru, Tupac Inca, Quehuar Tupac, Huallpa Tupac, Inca Yupanqui —abuelo de Garcilaso—, Tito Inca Pimachi y Auqui Mayta.
Con una perruna y expectante adoración, todos concentrados y tristes, asintieron. Al día siguiente murió y fue embalsamado y puesto en su gineceo, donde la Sapa Coya viuda y las concubinas seguirían consintiéndolo con el propósito de permitir la cohesión del grupo y la perdurabilidad de la panaca. Su momia era ahora un objeto sagrado como lo fue en su primera vida. Muerta la viuda era repuesta por otra nueva y así sucesivamente. No olvidemos que cada Sapa Inca tenía a su disposición 200 concubinas. Era la tradición. Y cuando era tiempo de fiesta o de algún aniversario o de algún bailongo lo sacaban a la plaza en una procesión. Iba en andas al lado de sus mujeres, criados y parientes, contentando al pueblo con la comida y diversos sacrificios; por suerte, para los Incas, no conocían la pólvora; de solo imaginarnos una actual fiesta patronal, conjeturaría que hubieran reventado tímpanos de muchos orejones.
Se coronó entonces al nuevo Sapa Inca Huayna Cápac a los treinta años de edad, recibiendo del Villac Umu —sumo sacerdote— la Borla carmesí o Maskaypacha.
***
Era el año de 1482. El nuevo Sapa Inca, después de visitar, muy horondo, Surampalli —su terruño— y cambiarle el nombre por el de Tumibamba, que correspondía a la de su panaca o ayllu real, se fue al Cusco a celebrar el nacimiento de su primogénito, el príncipe hijo de Raba Ocllo. Y después de veinte días y más que duraron los festejos, acordó solemnizar a los dos años el destete —bautizo— y primera “tonsura” —corte de pelo— del príncipe heredero. Siendo la fiesta principal la de la cadenita de oro que mandó fabricar a los orfebres chimús para dicha celebración. Dada la orden se mandó mudar otra vez al norte.
Luego de algo más de tres años, vuelve al Cusco para la susodicha fiesta. Para ser más exacto llegó en 1486. Ya en la Plaza Mayor de Aucaypata y Cusipata, a ritmo de zampoñas, tinyas y un danzante bailongo, con pachamanca y chicha al por mayor incluidas, se estrenó aquella cadenita de oro de muchos quilates. Era tan inmensa y pesada que algunos exagerados cronistas dicen que tenía 300 pasos —200 m— y que cada eslabón era como el grueso de la muñeca de una mano. Se necesitaban 300 orejones para levantarla; aunque otros dicen que 600. Bueno, los que fuesen; lo que sí sabemos es que era de una gran magnitud y la envidia actual de muchos vanidosos raperos.
Después de las fiestas reales y de la resaca vivida, Huayna Cápac se mandó mudar otra vez a Quito —¿Por qué sería? — con 40 mil hombres.           
Ahora, solo, sin la compañía de su padre, cruzó los andes, cruzó llanos; hizo sentir su autoridad a los subyugados del norte; y tomó como mujer a Paccha, “la dulce extranjera de sangre ardiente y carne de embeleso”, hija primogénita del rey difunto de Quito en la cual tuvo a Atahualpa y a otros más. Mientras en el Cusco quedaba la cornuda Mama Coya y el Auqui primogénito.
***
Para entonces, y después de setecientos ochenta años de combates y un día, y tres mil setecientas batallas y una noche, los castellanos habían logrado desterrar a los sarracenos de las montañas cantábricas a los montes de Toledo; de allí a las escarpadas sierras de Andalucía; para luego reducirlos a los muros de Granada. La nación española era ya un hecho.
Por ese mismo año Cristóbal Colón hacía su primer ingreso en la corte de Castilla pidiendo favor para el descubrimiento del Nuevo Mundo. Llegó con “información privilegiada”; sabía lo que estaba por descubrir; porque antes ya se había hecho de viejos mapas en Portugal e Italia y leído, como ratón de biblioteca, todo lo referente a navegación. Pero a pesar de estos conocimientos, tuvo una entrevista nada memorable, no le hicieron caso; los Reyes Católicos lo tomaron, simple y cortésmente, por visionario. Debemos de suponer que no les contó todo; su “información privilegiada” lo escondió bajo la manga. También debemos aumentar que ese mismo año, los Reyes Católicos vivían ocupados haciéndole la guerra a los moros en el Reino nazarí de Granada, último bastión árabe; por ello sus arcas presentaban un vacío espacial; estaban más misios que vendedores de caramelos y cigarrillos.
Cuentan algunos rimbombantes cronistas, para verificar mi hipótesis sobre la “información privilegiada” —incluyendo a Garcilaso—, que Colón tuvo previamente —para ser más exactos en 1484— un encuentro del tercer tipo con un piloto, un tal Alonso Sánchez de Huelva, alias el Prenauta; quien, por una misma ruta triangular, hacía frecuentes viajes llevando mercancías desde la península a las Islas Canarias para luego dirigirse a la isla Madeira y volver a la península. También de la costa de Guinea y Mina del oro extraía esclavos negros y los comercializaba. Es en una de estas travesías que una tormenta lo desvía de su ruta y lo lleva hacía el oeste por rumbos desconocidos. Así, luego de varias semanas de viaje a la deriva, que ellos juzgaron seis mil millas, la pequeña embarcación deshecha, llena de chinches, pulgas, piojo, ratas y demás alimañas, se encuentra en el mar con tiempos favorables; por ello sin impedimento ni obstáculo alguno, llegan a una isla muy grande, que los cronistas suponen Santo Domingo. La bordearon, examinándola durante tres horas. Había bellos bohíos labrados con plantas secas del lugar y jardines y viñas muy hermosas. Luego avistaron un pequeño puerto construido rudimentariamente. Al desembarcar, se encontraron cara a cara con un buen número de nativos.
Alguien dice:
—Capitán Alonso, ¿y ahora qué hacemos? Somos pocos para tanta gente…
El capitán niega con la cabeza.
—Silencio, silencio —susurró y todos, hasta el propio capitán, empezaron a caminar sigilosamente. El viento soplaba elevando la melena de los visitantes y refrescando sus largas barbas.
Los nativos, con gestos, los llevaron hasta un patio amplio, en donde había varios bohíos rectangulares. De una de ellas, la más amplia, salió un pequeño hombre, casi desnudo y de aspecto musculoso, vestido mismo Tarzán, con unos colgantes de oro sobre el cuello. Éste, girando el rostro lampiño de un lado al otro y levantando una de las manos, empezó a hacer señas; quería saber quién era el jefe de los visitantes.
El capitán Alonso recorrió unos metros y se colocó frente a este hombre de piel cobriza, cabellos negros, nariz ganchuda y ojos oscuros. Por los tamaños, parecía el encuentro de David y Goliat. Cruzaron el umbral y penetraron en la penumbra de un cuarto totalmente cerrado y lleno de malos olores. Un camastro hecho de pieles de animales se alineaba junto a una de las paredes; sobre él se hallaba tirada y envuelta en mantas una mujer de aspecto joven, pero con el rostro deteriorado. Estaba llena de sudor y su respiración era ligera. El capitán se acercó y le cogió la frente. Luego se volvió hacia la puerta y salió apurado.
—¡Que venga el médico! —gritó.
El médico, un judeoconverso apellidado Alvarado, apuró el paso e ingresó al bohío. Allí, parados, el pequeño hombre y el capitán permanecieron contemplando el trabajo del galeno.
—Es curioso... con razón se estremece —musito Alvarado, apartándose de la enferma—. Capitán, que me traigan el maletín… Es por el malestar de un gran resfrió.
El capitán se encogió de hombros y soltó una sonrisa condescendiente. Así que salió y trajo lo pedido.
Luego de aplicarle un ungüento —que no era Vick vaporub ni Mentholatum— y esperar un tiempo prudencial, la enferma empezó a reactivarse. Todos esgrimieron una amplia sonrisa, menos el bohíque (chamán) que tenía la frente fruncida y la boca torcida; había estado a cargo de la curación de la muchacha y sus invocaciones a Yocafiuguama no dieron ningún resultado.
Entonces los indígenas les trajeron comida, una fermentada bebida blanca y les ofrecieron a sus mujeres como regalo. Ahora los trataban como si fueran dioses venidos del mar.
—¡Exquisitas criaturas¡ —exclamó el médico. Esto que nos pasa parece increíble.
Durante un largo periodo de tiempo los juegos eróticos eran algo normal. Nada estaba prohibido. Por eso no podían creerlo. Las “Cincuentas sombras de Grey” eran una bicoca, un chancay de a medio. Misma Sodoma y Gomorra, todo allí era un bacanal permanente. Muchas veces, vestidos como Mowgli, lo hacían sobre la copa de los árboles, en el interior del rio, parados en una hamaca y en la choza del jefe. Pero también salían a cazar y a tener batallas —en compañía de los nativos— con otras tribus enemigas; en especial con una que les habían matado una treintena de hombres y robado un número igual de mujeres. El jefe de la tribu les dijo que en esa región había cinco reinos controlados por caciques; pero que la pelea era con una que había llegado del sur. Después de romperse el coco y descifrar, mismo Champollion, su jeroglífica lengua, ellos entendieron que les llamaban caribes o cachires o cachivaches; y que así mismo se nombraban como taínos, tramposínos o sexínos. Estas guerritas y la lucha permanente con la naturaleza superaban la ficción; cualquier relato de Rudyard Kipling quedaba chico.
Un día, después de regresar de caza y matar a una veintena de caribes, dos de los náufragos se encuentran cómodamente instalados en el interior del bohío de uno de ellos; están sentados en unos taburetes de madera, que es regalo de la hija del jefe; tienen una ligera conversación:
—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó un tal Falla, volviendo de sus masajes diarios. Tenía el rostro iluminado y una sonrisa de oreja a oreja.
—Por ahora con nadie —contestó un tal Arenas. Mozuelo que reflejaba unos 23 añitos.
Falla arqueó las cejas, asombrado.
—¡Pero si estás en la edad justa para estos menesteres!
—Últimamente no me he encontrado muy bien. Me han salido granos en las palmas de mis manos y en otras partes de mi cuerpo. Mi malestar es general.
—¿No será que has decidido salir del “closet”?
—Nada que ver… Es por esta enfermedad, que jode y jode…
 —Bueno… Pero ¿ya se lo has dicho al médico?
—Sí, pero no entiende lo que me pasa. Me ha dicho que a él también le han salido llagas en el pájaro… Yo, convaleciente, no me he podido aguantar la risa… Por eso se molestó y me ha echado de su habitación… Mejor pasaré la noche jugando ajedrez en el bohío de Lorenzo.    
Así, en un lapso de tiempo, empezaron todos a enfermarse. No lo sabían, pero una enfermedad de trasmisión sexual los estaba exterminando. Ni cortos ni perezosos empezaron a preparar el viaje de regreso. El paraíso se les estaba derrumbando. Mientras tanto, el sol tropical relucía como nunca.
Luego de levantar vela y calcular el tiempo que les llevó, cuando fueron desviados y conducidos por la tormenta, que fueron varias semanas, el barquichuelo atracó en la isla de Porto Santo, donde —“oh casualidad”— residía Cristóbal Colón.
El genovés tenía su “mansión” muy cerca de la playa, en donde vivía con su aristocrática esposa Felipa Moniz y su pequeño hijo Diego; frecuentemente acudía a la playa para dar unos paseos y pescar encima de las rocas. En uno de esos días halló entre las peñas unos maderos con extrañas inscripciones y algunos troncos primorosamente tallados por manos desconocidas. En una ocasión incluso halló un cadáver de aspecto misterioso. Lo sacó del mar y lo llevó a su casa. Luego mandó llamar a un médico amigo, para que examinara el cadáver. Al final concluyeron que no era de raza conocida. Era un personaje de ojos achinados, de piel oscura e imberbe.
Todo esto mantenía despierto al futuro almirante; quería saber qué existía al oeste. En su mundo onírico, trataba de entender de dónde habían llegado todos estos objetos. Sus conjeturas eran infinitas…
Mismo Don Quijote, estaba obsesionado por culpa de todos los libros y mapas consultados en Italia y lo ocurrido en estas playas. Ahora tenía la necesidad de viajar al este por el oeste e inaugurar una ruta jamás explorada en el océano; hallar aquella vía prohibida que le demostrase la posibilidad de llegar a la tierra de las grandes riquezas; o a alguna parte desconocida del continente asiático, la que ya había descrito Marco Polo.
—¡Don Cristóbal, don Cristóbal¡, venga por favor… Una barcaza se ha estampado contra la arena. Hay varios muertos en su interior…
Había comenzado marzo de 1484 cuando un accidente fortuito iba a cambiar de raíz toda la vida de Colón y de la historia de la humanidad.
Era el único sobreviviente de aquella embarcación destartalada y arrastrada por el viento del oeste al este.
Un niño, Colón y su médico amigo arrastraron al sobreviviente hasta la orilla. Vestía una especie de túnica blanca llena de puntos de sangre negra. Su piel estaba tostada por el sol y su aliento era fétido y su voz grabe, casi sin sonido. Los miraba con los ojos bien abiertos y llenos de asombro.
—¿Cómo se llama? —preguntó Colón.
—Soy Alonso Sánchez de Huelva… —dijo murmurando bajito y casi sin aliento— Por favor, necesito agua…
Colón lo miró con inquietud, frunciendo sus labios irónicamente. Entendía que aquel hombre sabía muchas cosas.
—Tranquilícese, tome… beba… haré todo lo posible por ayudarle… Lo llevaré a mi casa.
Así, no tardaron en llevarlo. Lo sacaron del barquichuelo y lo tendieron en la arena; luego lo cargaron y torcieron por la derecha e ingresaron a un largo pasillo; casi al final, abrieron una amplia puerta y lo ingresaron cuidadosamente dejándolo tendido sobre un sillón.
Hacia las seis de la tarde y ya oscureciendo, el médico terminó de curarlo; su curioso paciente parecía de mejor ánimo.
Aprovechando esto, Colón le pidió que se retirase y se llevara al niño; que él se encargaría de cuidar y de alimentar al enfermo de la mejor manera.
Así estuvo con el náufrago algo más de una semana, en que éste le contó todas las aventuras que le habían sucedido. Luego, al amanecer, murió acabado por la enfermedad y por los sufrimientos de la jornada.
"Este fue el primer principio, y origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, de la cual grandeza, podrá loarse la pequeña Villa de Huelva, que tal hijo crio, de cuya relación certificado Cristóbal Colón, insistió tanto en su demanda." (Inca Garcilaso de la Vega)
"Siendo cierto, que el primero, que dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez de Huelva, marinero natural de Huelva." (Dr. D. Bernardo Aldrete (1615))


Loro

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