martes, 17 de marzo de 2015

Karonte

El domingo, por la mañana en Lima, que descubría una inusitada lluvia, y después de encontrarme con Francisco y empeñarme en consolarlo, me dio un dolor de cabeza y un dolor de estómago de los mil diablos. No sé por qué me dirigí solo a su casa. Creo que soy el más idiota del grupo. Cuando llegué, todo allí estaba hecho un asco. Él, ¿qué razones tenía? Tal vez lo escribió porque estaba demasiado ebrio, o quién sabe, tal vez recordó que su abuela, al dejarnos para siempre —o por unos años—, el día de anteayer, no le había dejado nada. Todo lo heredó su perro Karonte. Animal diminuto, gordo, peludo y orejón que siempre parecía sonreír cuando ella lo tenía entre sus brazos. Siempre, como enamorado fresco, lamía la cara de su ama.

Ayer, cuando entramos y nos sentamos en aquella habitación rectangular, casi cuadrada, increíblemente se arrinconó a los pies de Pancho, quien bostezaba torciendo la boca y estirando los brazos. Indirectamente empezó a olfatearnos; tenía aire de habernos estado esperando con impaciencia; porque luego se ubicó muy cerca y al frente de nosotros. Tenía la cabeza colgante y la alargaba para mirarnos. Era la cara de una vaca triste. Sus ojos salidos, y de amarillentas pupilas lacrimosas, parecían pedir una limosna. Solo le faltaba el puente concurrido y el hombre ciego con el violín. Sin alterar el rostro, le importó poco estar con esa cara de calvario delante de los demás hombres y mujeres que estaban sentados y alineados en forma de media luna y que bordeaban la salita. Nunca lo habíamos visto así. Nos figuramos que estaba muy nervioso...

De los que estaban allí, acompañando, Pancho nos dijo que ninguno de ellos era parte de su familia; que solo eran vecinos de aparición extraña e inesperada. Todavía me dura el asombro de sus años —que, sumándolos, eran todos los siglos— y de sus caras distintas, frías y tristes que parecían refugios de almas apagadas —no recuerdo haberlos oído siquiera murmurar—. Aunque había una mujer, con los ojos nublados y gestos convulsos, que invitaba el café y las galletas. De todos los presentes, Karonte era el que llevaba los movimientos. Cuando Pancho se levantó para saludarnos, con los brazos abiertos y como si planeara, lo vimos retirarse de manera natural. Karonte, caminando lentamente, se adentró por una abertura de la sala que daba a un tragaluz, en el que había un espejo gigante empotrado en la pared, que llegaba hasta el suelo. Karonte, quieto y compungido, no dejaba de observar su repetida imagen en el interior. Daba la impresión de conversar consigo mismo. Aunque, de vez en cuando, se volvía a mirarnos de reojo. Cuando lo hacía, se le percibía, ya no una tristeza, sino una oculta sonrisa, cachacienta, como si se burlara de nosotros. No era algo físico, digamos, era su actitud. Para mí, nuestra presencia lo sacó de quicio.

Después, como si flotara en el aire, se paseaba por toda la habitación, dando más vueltas de las debidas. Y de vez en cuando, nos olfateaba los pies gruñendo. Cuando se acercó al ataúd, se quedó quieto, como si estuviera razonando algunas palabras de despedida para la difunta. Abstraído, parecía extraviado en el espacio y el tiempo. Ni un parpadeo ni un movimiento leve, nada; sentado en el suelo, vigilante, parecía una esfinge egipcia. Cuando regresó a la realidad, agitó la cola y sacudió el cuerpo, y lentamente se encaminó hacia la biblioteca, que era su escondite preferido, según Pancho. Y tal vez, porque allí estaba a salvo de todas las miradas. También nos pareció que había dormido en la tarde, porque estaba muy despierto. Después de cerrar la puerta con el hocico, escuchamos un aullido. Era un ruido vacío e inmenso, como si alguien se estuviera comunicando con el más allá. Me dio un poco de pena porque sabía, por Pancho, que muchas noches había pasado junto a su ama en aquel espacio cubierto de libros empolvados que, por su distribución, parecían ataúdes. Ella era una lectora empedernida y bastante quijotesca. Alborozada y jubilosa, le ponía un exagerado esmero a la culminación de una novela. Se sentaba junto a su perro y lloraba de emoción cuando terminaba un capítulo. El largo tiempo que pasaban los dos allí los había puesto obesos. Así, con cuerpo gordo y fofo, y vestida como un espanto, escribía y escribía, y corregía y corregía, hablándole al papel con una sonrisa patéticamente graciosa. Pancho también nos contó que su abuela hablaba con el perro, atrincherados en la biblioteca, y que hasta discutían sobre algún capítulo finalmente corregido. Una noche, de madrugada, escuchó unos sonidos indescifrables que estrangulaban sus tímpanos y le infundían terror. Inmediatamente, semidesnudo, se incorporó, cogió una silla y describiendo una circunferencia, salió de su cuarto y llegó hasta el inmenso jardín. Luego se ubicó frente a la pared que daba a la ventana de la biblioteca. Se elevó ágilmente y colocó la mitad de su rostro por encima del marco de la ventana. Observó que Karonte, quieto, sentado sobre el escritorio, sonreía y movía la cabeza en un acto de afirmación potencialmente copulativa. Su abuela, totalmente desnuda y rascándose la cabeza, agitaba el cuerpo y se deslizaba describiendo una especie de baile erótico. Sus gritos, junto con sus carcajadas, parecían provenir de un animal de naturaleza monstruosa. Pero era el contorno general de la habitación y su atmósfera azulina lo que lo mantuvo nervioso. También le parecían personas vivas los estantes llenos de libros junto a cuadros y fotografías amarillentas. Pero todo quedaba traicionado por el tatuaje que llevaba su abuela en la espalda. Era una mezcla de letras que originaban un jeroglífico o una figura pagana o mística. Pancho apenas podía creerlo. Prefirió dejarlo así, porque pensó que era culpa del cansancio. A él le estaba prohibido el ingreso. Por eso nunca puso un pie en el susodicho lugar. Solo de vez en cuando, cogía una silla, y ágilmente encaramado, los espiaba por la pequeña ventana que se encontraba en lo alto y daba al patio.

Recuerdo que una vez, en la tarde, fuimos a la casa de Pancho para salir de juerga. Lo encontramos y nos hizo pasar sin ningún preámbulo. Inmediatamente fue a la cocina a traer unas cervezas e invitarnos. Cuando nos dejó, Karonte se atrevió a ladrarnos alocadamente. No se cansaba de ladrar. En eso apareció Pancho y le dio una patada en el hocico, haciéndolo girar por el piso hasta chocar con la pared. Le tenía un hambre que llegaba al odio. No lo podía ver, y el perro tampoco a él. Se detestaban mutuamente. Y por esa íntima culpa y sombrío capricho, también nos rechazaba. Karonte, nervioso por el tremendo golpe recibido, se fue gimiendo en busca de su ama. Este curioso episodio hizo que saliéramos apurados y sin dejar de carcajearnos.

Ayer, en el velorio, Karonte estaba vestido como un pingüino hippie: terno azul y pantalón naranja. Y en uno de sus dedos llevaba un hermoso anillo de oro. Todas las miradas involuntarias convergían en aquel objeto que parecía más misterioso que la propia muerte. Toda esa bonita combinación lo hacía resaltar sobre todos nosotros, especialmente Pancho, que vestía un viejo terno negro totalmente desplanchado.

Lo que hacía Pancho en sus horas de descanso era ir a una casa, en la otra cuadra, donde enseñaba inglés a una flaquita muy atractiva y de espectacular cuerpo. Ella, nos dijo, estudiaba Gestión Empresarial en una universidad privada. Pancho era ingeniero y se podría decir que era inocente, porque no había estado con ninguna mujer. Apenas tuvo la ocasión de tener un ingenuo romance con una camarera fea y mal vestida que le coqueteaba cuando iba a desayunar en un cafetín de mala muerte detrás de su casa. "Uno de estos días la conquisto, está deseando entregarse", nos decía. Cuando iba a dictar clases en la universidad dejaba a su abuela con una vecina que preparaba el almuerzo y cuidaba de ella. Así era él. Tenía todo controlado al milímetro. Se había alejado de cualquier relación familiar. "La familia es una tontería", decía. "Me basta con la abuela", agregaba. Trataba de pasar desapercibido y mantenerse separado de cualquier relación seria. "Choque y fuga" era su frase favorita, pero que él nunca cumplía; porque a menudo se ilusionaba con mujeres que luego se burlaban de él. Ingenuamente, era muy sincero. "No creo en el matrimonio", les decía. Así ponía punto final a sus cortas historias de amor... Simplemente lo descartaban, sin más.

Sin mucha demora, en una reunión de amigos, nos contó que estaba en una relación seria con su alumna de inglés, pero que se negaba a besarla porque consideraba que era un acto descortés e incluso grosero. Entendía que lo erótico podía aflorar y llevarlo a cometer una locura que los separaría. "Es algo serio", nos dijo en voz alta. Luego añadió que se había enamorado apasionadamente de su juventud y de su inocente y graciosa figura. También sin dudarlo, nos contó que el destino los hizo coincidir en un autobús cuando regresaban a sus casas. Se sentaron juntos sin dejar de sonreír y de observarse disimuladamente. En esos momentos, Pancho sentía mariposas revoloteando en su estómago debido al pánico. Pero trataba de contener el tic nervioso, cargado de energía, permaneciendo en silencio absoluto y sujetando fuertemente sus rodillas. Fue entonces cuando ella se acercó y le preguntó la hora. Atrapado y sin poder contenerse, se sumergió en el diálogo con una voz entrecortada que le anudaba la garganta y salía como un suspiro. Así, inhalando profundamente y sin ninguna malicia, logró hablar, lo que condujo a su contratación. Cuando se despidieron y ella le dio un beso en la mejilla con sus labios dulces, él creyó que el hijo de Venus, armado con su arco y flecha, había hecho bien su trabajo. Por eso esa escena quedó fotografiada en su memoria. Y la recordaba en todos sus detalles: el color de su vestido, sus frases entrecortadas, el cielo nublado y la persistente llovizna. Para él fue amor a primera vista. Desde entonces, estaba seguro de que sus almas se amaban y se querían más que sus cuerpos... En esa reunión de amigos, frente a ocho o diez botellas de cerveza vacías, sus ojos brillaban mientras nos hablaba de ella. "Ya estamos juntos", afirmó... Y así continuaba su conversación, llena de pequeñas y agradables revelaciones, con una gran sonrisa. No pudimos refutarle nada, porque en algunas ocasiones lo habíamos visto salir con su alumna de inglés; en esos momentos parecía el hombre más feliz del mundo. Así que el otro día, como en otras ocasiones, cuando fuimos a buscarlo y no lo encontramos, nos dirigimos a un bar cerca de su casa. Casi al llegar, lo vimos a lo lejos; estaba sentado en el bar frente a ella y parecía flotar entre el humo de su cigarrillo. Durante dos minutos buscamos un lugar mejor. Lo encontramos y nos acercamos sigilosamente, sentándonos en otra mesa al otro extremo, con vista a la calle. Desde allí observamos cómo bebían tragos exóticos e intercambiaban miradas desinhibidas y cómicas. Absortos, no se dieron cuenta de nuestra presencia. Era divertido escucharlos hablar con un tono íntimo y una solemnidad llena de instintos sintácticos. Despreocupados y sintiéndose solos, el inglés era su lengua materna. Curiosamente, solo usaban el español para hacer los pedidos.

Precisamente anteayer, en la tarde, cuando salió con la flaquita, fue cuando su abuela murió en el baño al trastabillar y golpear fuertemente su cabeza contra el cuadriculado y blanco piso. Cuando Pancho llegó a su casa, la encontró en posición supina, con el perro entre sus brazos, y también descubrió a los bomberos auxiliando a la accidentada. Pero todo fue inútil, la vieja ya estaba fría y sin dejar de abrazar al perro... Pancho nos dijo que la muerta parecía mirar al infinito, porque sus ojos abiertos estaban llenos de vacío. Cuando le bajó los párpados, su abuela le sonrió con energía. Enmudecido, dejó de abrazarla y soltó su cabeza, que rebotó en el piso ensangrentado...

Ese domingo, que les relato, en la mañana limeña, la puerta del baño se abrió y lo vi salir trastabillando y con el rostro pálido.

—¿Por qué me has llamado? —le pregunté.

—La vieja me ha desheredado... Por eso la maté.

—Tú no has matado a nadie, fue un accidente... Sigues borracho... Mejor vete a descansar. Mañana hablamos —le grité.

—Karonte, ese truhan me ayudó... Él fue el que tuvo la idea. El muy pendejo sabía que lo heredaría todo.

Entonces se sentó como pudo en el sillón de la sala, junto a una mesita, cogió unas hojas de papel en blanco y un lapicero, y luego bajó la cabeza para escribir. A medida que iba llenando la hoja, el sueño lo vencía, pero tercamente sacudía el cuerpo y seguía escribiendo. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo así, pero al final se quedó dormido. Cuando me acerqué a leer, me quedé perplejo. Mi estómago se revolvió por completo y mi alma se agitó. Estaba escrito detalladamente cómo habían planeado el crimen. Punto por punto... La idea del asesinato se repetía constantemente en cada hoja. Nunca creyó que el golpe destrozaría su cabeza... Y por eso discutió con Karonte.

Cuando terminé de leer, mi mente se sumergió en el abandono y mis ideas giraban alrededor de Plutón. Todo me parecía una broma de mal gusto y por eso preferí no pensar. En ese instante, mientras permanecía en silencio, sentí a través de la ventana entreabierta de la biblioteca, que daba a la sala, el murmullo de una persona y el sollozo de una mujer... ¿Será un error de mi imaginación?, pensé. Con lo real y guiado por el espanto, comencé a sentir miedo, miedo de él y de Karonte. Fue entonces cuando salí corriendo...

***

Todavía falta contarte algo. Dejé inconcluso el relato anterior.

Todo continuó el sábado que amaneció nublado. Era un sábado de mayo. Y ya había olvidado lo ocurrido. Trabajaba como siempre, obstinado en hacer que todo saliera bien. Hasta que recibí su llamada.

Éramos cuatro amigos. Uno de ellos era Pancho. Esa noche nos llamó a todos. "El domingo nos vemos en el Farolito", nos dijo. "Tal vez nos sorprenda asistir a la misa del mes", pensamos. Los tres llegamos primero. Él se retrasó en llegar. Cuando apareció, nos quedamos sorprendidos. Era otro, aunque se parecía a él. Llevaba el cabello al estilo de Ronaldo y lucía un atuendo estrafalario y muy colorido. En uno de sus dedos llevaba un enorme anillo de oro que pude reconocer. Nunca lo habíamos visto vestirse de manera extravagante. Incluso su voz había cambiado y sus ojos parecían los de un animal, demasiado grandes. Algo en él delataba la presencia de un hombre que pretendía ser visible.

—Vengo de matar a Pancho, no lo aguantaba más —nos dijo.

—¡Maldito!, ¡qué le has hecho al pobre...! —apresuró a exclamar Joel.

Pancho, aburrido y atormentado, ingresó a la biblioteca por primera vez en la tarde de ese mismo día y aprovechó la oportunidad para leer la novela que su abuela había dejado inconclusa. La encontró por casualidad mientras buscaba el testamento. Todas las hojas estaban firmemente cosidas y la falsa portada no tenía título; solo una imagen llenaba el vacío. Era la misma imagen que su abuela llevaba tatuada en la espalda. De pie, la abrió por el centro, sin apartar la vista, como si fuera un dulce descubierto por un niño. Durante su primera lectura, comenzó a leer en voz alta. En la segunda, empezó a repetir las frases. En la tercera, se enredaba la lengua. Intrigado, volvió al principio para leerlo desde el prólogo. Cuando terminó la lectura, sintió que su cerebro se llenaba de personas que susurraban en voz baja, como si sus almas se estuvieran muriendo.

Pancho se echó a reír, aunque algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Vestido de negro, tomó asiento e inclinó la cabeza. Increíblemente, de su rostro brotaba un sudor rojo, como sangre. Descontrolado, siguió leyendo y releyendo hasta que, al comprender, su cerebro estalló.

Loro

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